Es la ante última película de Xavier Dolan, este genio precoz que con solo 26 años, ya dirigió 5 películas. Y probablemente es la que se
destaca de su filmografía por ser muy distinta a las anteriores. Tom à la ferme es una especie de
thriller psicológico cuya lentitud y cuyos silencios hacen crecer la angustia
del espectador.
La película se abre con Tom, redactando una nota de despedida
para un funeral, apoyado sobre el volante de su auto negro que se traga el
cemento de una carretera bordada de campos de choclo. El look excéntrico de Tom,
con su pelo largo decolorado, contrasta desde el principio con la casa a la
decoración antigua donde va a parar. La casa de la madre y del hermano de su
novio fallecido. El publicista urbano que es Tom va a descubrir una vida de
campo angustiante en la cual no podrá revelar cuales eran sus reales vínculos
con el difunto.
Descubrimos una madre ingenua, conservadora, estancada en una
vida que parece desbordarla, que se tranquiliza al saber que su hijo querido
era un amante bien macho en esta escena irrealista en la cual Tom le inventa
una vida sexual hetero a su novio. Descubrimos un hermano, Francis, estereotipo
del macho, homofóbico, violento, frustrado. Descubrimos la vida del campo,
lejos de los clichés románticos y bucólicos, con el barro, la sangre, los
animales muertos.
La inteligencia de Tom
à la ferme reside en la alternación entre escenas absurdas casi cómicas como
el tango que bailan Tom y Francis en una granja y escenas que parecen sacadas
de películas de terror como la carrera de Tom a través de los campos de choclo
para escapar al violento Francis. La frustración y la tensión siempre planean.
Pero la angustia del espectador culmina cuando descubre que Tom finalmente
acepta su secuestro, como una victima del síndrome de Estocolmo.
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